Miseria y Misericordia

(Homilia Quinto Domingo de Cuaresma, Año C)

Durante mis años en el Perú (1987-94) grupos sediciosos controlaron partes del pais. Usaron terror para intimidar al pueblo, pero hay que admitir que a veces lograron algo que el gobierno no podía. Castigaron uficiales coruptos y tuvieron juicios populares para otras ofensas como robar o romper votos matrimoniales. Muchas personas, al menos al principio, hablaron a favor de estos esfuerzos para establecer disciplina comunitaria.

Moises trató de hacer algo semejante. Para sacar conducto vicioso tomó medidas severas. Como el adulterio hizo un daño grave a la comunidad, decretó un castigo ejemplar – apedrearlo publicamente. Para nosotros, acostumbrados a la infidelidad matrimonial, este castigo parece bien extremo, pero para una sociedad interconectada como Palestina del primer siglo, no fue considerado así.

De todos modos para entender el evangelio de hoy, tenemos que reconocer que cuando le llevaron a Jesús, una mujer sorprendida en flagrante adulterio, era una dilema real. Por eso, dos veces se agachó para escriber en el suelo con el dedo.

Cuando Jesús se enderezó, les dijo, “está bien, apedreenla.” Notando algunas caras nerviosas, les ofreció una roca, tamaño de un pugno. “La primera piedra,” les dijo, “pertenece a la persona sin pecado.” Por supuesto, Jesús sabe lo que escondemos en el corazón. ¿Quien puede aguantar su mirada? Los acusadadores comenzaron a escabullirse, mayores primero.

San Agustín dice que se quedaron dos: la miseria y la misericordia. La adúltera representa la miseria humana. Cuando nos separamos de Dios, hay un momento de auto-exultación, pero después viene el enojo, la depresión y la amargura.

La mujer sorprendida en el adulterio una vez celebró una linda boda asistida por amigos y familiars, incluyendo a sus papás. Sin duda tenía hijos queridos. ¿Como puede ahora estar en estas circunstancias? En su persona vemos la miseria humana.

Pero no es el fin del cuento. Hay algo más, pero no es algo que podemos fabricar. Solamente podemos recibirlo. Tiene una cara. Es él que le dice, “tampoco yo te condeno.” Y con palabras que implica una promesa de gracia sanctificante, “Vete y ya no vuelvas a pecar.”

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