Hermano Buenaventura (1804-1865)

 

En la constelación de los primeros discípulos de Marcelino, el hermano Buenaventura brilla como una estrella de primera magnitud.

 

El siguiente rápido bosquejo biográfico subraya las cualidades humanas y espirituales de este joven de 26 años que llama a la puerta de Nuestra Señora del Hermitage, en junio de 1830.

 

El Fundador se da cuenta rápidamente del dono excepcional que acaba de recibir, dono que compensa la salida de algunos jóvenes superdotados.

 

Esta llegada se puede poner en paralelo con la del hermano Estanislao a La Valla, en febrero de 1822, en circunstancias conocidas. La Buena Madre mandaba otro “tesoro” a su joven Instituto.

 

El hermano Juan Bautista, en 1868, compone la biografía del hermano Buenaventura inspirándose mucho de la carta escrita por el hermano Luís María, Superior general, el 17 de enero de 1866, pocos meses después de la muerte del H. Buenaventura (Cf. Cir. Vol. III, p.277 a 296). Pone como título : “El hermano Buenaventura, misterio de las sustituciones”, mientras que en el Prefacio del mismo libro había escrito : “El hermano Buenaventura, la fidelidad a la gracia, la bondad de carácter y el espíritu de caridad para con todos.”

 

Se puede asegurar que el H. Buenaventura fue uno de los Hermanos que contribuyeron al afianzamiento y al desarrollo de la Congregación durante dos décadas : 1832-1852.

 

 

 

        Antonio Pascal, nació en Pélussin (Loira) el 12 de febrero de 1804. Nada sabemos de su juventud ni de la condición social de su familia. Pero no parece que ésta haya sido muy acomodada, pues en 1830, año de su ingreso en religión, Antonio estaba de criado en casa de un hombre rico de la parroquia de Ampuis.

 

       

 

        Por aquel tiempo, varios hermanos jóvenes, de brillantes dotes intelectuales y de quienes se podía esperar mucho, abandonaron la religión para ir al mundo. Uno de ellos, el hermano Potino, era natural de Ampuis. Antonio se presentó al padre Champagnat para sustituirle. (Cf. Biografías, p.98/99)

 

       

 

        El padre vió muy pronto que Dios le enviaba un alma selecta para compensar las pérdidas de la comunidad. Al confiar el nuevo postulante al hermano Luís, director del noviciado, le dijo:

 

                   Ahí tiene uno que le resarcirá de las bajas que ha sufrido hace poco.

                    

                   Pero si es uno solo, padre, y he perdido cinco...

                    

                   Hermano, veo que sigue usted haciendo cómputos de una manera humana. No mire la cantidad, sino la calidad... No nos importe el número, busquemos la valía. Florezcan las virtudes sólidas, que pronto vendrá el número.

                    

        El 27 de junio de 1830, quedó admitido en el noviciado Antonio Pascal. Sobresalió en seguida por el buen espíritu, la sumisión y el amor al trabajo. Un mes más tarde, sobrevino la revolución de Julio, que hizo perder el trono a Carlos X... Aprovechando esta ocasión para poner a prueba la virtud del joven Pascal, le dijo el fundador:

 

                   En mala hora se le ocurrió hacerse religioso. Tal vez, un día de éstos regresen los gendarmes para llevarnos a todos presos. En mi opinión, hubiera debido quedarse en casa.

                    

                   Padre – contestó el joven –, desde que estoy aquí, no he dejado de dar gracias a Dios por haberme sacado del mundo. Y lo que está ocurriendo, no sólo no me asusta nada, sino que me da fuerza para seguir adelante. Precisamente esta madrugada, he sentido como un impulso de venir a pedirle el hábito, para sufrir como religioso, si vinieran a molestarnos.

                    

                   Está en lo cierto, amigo – contestó el padre –, al no temer nada y sentir más afecto a la vocación... Prepárese para vestir el hábito y pida a la Virgen la gracia de llevarlo con dignidad hasta la muerte.

                    

        La vestición tuvo lugar el 9 de octubre, al terminar los ejercicios espirituales de aquel año. Antonio Pascal recibió el nombre de Buenaventura. Pronto pareció tan sólidamente anclado en la vocación que el fundador quiso servirse de él para, con tino, curar de una tentación muy peligrosa a un profeso.

 

        Era éste el director de Sorbiers, hermano Casiano, que había hecho su entrega al instituto con generosidad ejemplar. Pero poco después de haber profesado, le vino una tentación terrible. Sintió haberse hecho religioso por estos dos motivos: ya no podía practicar todas las austeridades a que se había entregado antes de entrar en religión y, sobre todo, los colaboradores que le habían dado no tenían, según él, virtud suficiente. Quejábase de esto último con amargura en una carta y pedía le cambiaran un hermano que, al parecer, era un estorbo.

 

El padre Champagnat le dio una respuesta admirable (Cf. Cartas, doc. 42 (verano 1834), p.140) y le envió el hermano Buenaventura para reemplazar al otro del que se quejaba. Pocos meses después, se le ofreció al padre una oportunidad de ver al hermano Casiano, y le dijo:

 

                   ¿Está usted satisfecho del hermano Buenaventura? ¿Le parece piadoso? ¿Tiene virtud bastante sólida?

                    

                   Padre, el hermano Buenaventura me avergüenza. Es modelo para todos nosotros... Su carta, padre, me ha hecho reflexionar, pero la virtud de este hermano me ha curado por completo de la mala tentación que me acosaba...

                    

        El hermano Casiano, satisfechísimo al ver tanta virtud, comprendió luego que aquel religioso no estaba en el lugar debido, y que podía bastante más que dar clase a los párvulos. En el retiro de 1831, dijo con toda franqueza al padre Champagnat:

 

                   El hermano Buenaventura ha pedido profesar. Puede ser admitido sin examen. Puede usted luego nombrarle director.

                    

                   Tengo intención – contestó el padre – de nombrarle maestro de novicios.

                    

                   Me parece muy apto para ese empleo. Tenga la seguridad de que sus postulantes y novicios recibirán excelente formación.   

                    

        El hermano Buenaventura profesó el 12 de octubre y, poco tiempo después, le nombraron maestro de novicios : noble función, que desempeñó de un modo sin igual durante casi veinte años.

 

        Un día, el padre Champagnat le halló entretenido en ayudar a un artesano que vaciaba imágenes de escayola de la Virgen. “Hermano Buenaventura – le dijo –, ¿no le parece que según sea el molde, así saldrá la estatua? Pues bien, recuerde que es usted el molde de los hermanos y de la congregación. Los hermanos serán lo que usted haga de ellos, y no podrá moldearlos más que como sea usted...” Le causó gran impresión este símil. Fue para él como una revelación... Durante varios días no pudo apartar de la mente la comparación del molde. Le representaba de tal forma sus deberes que llegó a asustarse de tal responsabilidad y fue a ver al padre para que le liberara de un cargo tan superior a sus fuerzas y virtud.

 

        “Hermano – le contestó –, es verdad que los intereses más valiosos del instituto están en sus manos... Todos sus novicios tienen los ojos fijos en usted...todos regularán su conducta por la de usted... El maestro de novicios debe, pues, ante todo predicar e instruir por el ejemplo...

 

        Pero el que su empleo sea tan excelente y elevado, y exija una perfección aún no lograda por usted, no es razón suficiente para desanimarse. Recuerde el adagio: nobleza y cargo obligan. Así pues, ser maestro de novicios es un motivo más para que usted se afane en alcanzar la perfección, en llegar a ser santo, ya que ha de conseguir que sus novicios sean santos también. Haga usted eso, que Dios hará lo demás; confíe en él.”

 

        En cierta visita que el venerado padre hizo al noviciado, dirigió, según su costumbre, unas palabras de edificación a los novicios. “Sois como el árbol del que hablan los profetas y el Salmista (Sal 1,3; Jr 17,8; Ez 19, 10-11)... El maestro hace con vosotros lo que hace el hortelano con los árboles...”

 

        La expresión “hortelano espiritual” se le quedó grabada en la memoria al hermano Buenaventura. Fue como un complemento de las enseñanzas acerca del molde.

 

        En el retiro predicado por el padre Augry, jesuita, en 1832, el hermano Buenaventura acudió a él para la confesión y recibió el consejo siguiente: “ Para la buena formación de un religioso, se necesita cuidar especialmente su espíritu, su corazón, su conciencia y su carácter; pues la bondad de espíritu, de corazón, de conciencia y carácter son cuatro condiciones indispensables para ser buen religioso...” Durante mucho tiempo el hermano Buenaventura llevó examen particular de las cuatro virtudes recomendadas por el padre Augry, y puede afirmarse que sobresalió en casi todas las que ellas abarcan, a saber: apego a la vocación, espíritu filial, entrega al instituto, piedad, fervor y entrañas de caridad para con el prójimo.

 

        Podía afirmar: “ Para desgracia mía, permanecí demasiado tiempo en el mundo y eché a perder allí la flor de mi juventud (tenía veintiséis años al ingresar en religión); pero desde que Dios me ha concedido la gracia de dejar aquella vida, no la he vuelto a añorar ni un instante.”

 

        Cada año, el 27 de junio, día de su ingreso en religión, comenzaba una novena para agradecer a Dios el favor que le había concedido al llamarle a la vida religiosa.

 

        Nada expresa con mayor exactitud la perfección de la obediencia de este hermano que el aprecio en que le tenía el padre Champagnat. Hallábase en su despacho un sacerdote; al mirar éste por la ventana, vio a un hermano que proseguía su labor, cuando los postulantes habían salido del tajo para dirigirse a un ejercicio de comunidad. Y preguntó:

 

–¿Qué hermano es ése? Parece algo singular, pues no hace caso de la campana y sigue solo, mientras los demás van adonde les llama la obediencia.

 

–No se escandalice del proceder de ese hermano – contestó –...No hay peligro que falte al reglamento o se libere de la obediencia. Es uno de nuestros mejores hermanos, modelo de sumisión y sencillez religiosa.

 

        La estima y apego a la vocación, el espíritu filial y la exacta obediencia, traen naturalmente consigo la entrega al instituto y el espíritu de familia. La entrega del hermano Buenaventura no tuvo límites. Mientras fue maestro de novicios, miró con solicitud maternal por todos sus discípulos, para proporcionarles lo que pudieran necesitar. Les decía: “No tengáis el menor empacho en venir a pedirme lo que hayáis menester, ni en confiarme vuestras penas y amarguras... Si llegara a enterarme de que tenéis alguna pena o carecéis de cualquier cosa y no me lo decís, estaría hondamente afligido.”

 

        Tras haber estado maestro de novicios durante unos veinte años, le quitaron este ministerio...para ponerle al frente de los trabajos serviles... Alegróse por ello, pues su humildad le hizo creer que esto cuadraba mucho mejor con sus conocimientos y dotes... Con el fin de no aflojar en las faenas del campo, empleaba los recreos en visitar las cuadras, los sótanos y la despensa; en colocar cada objeto en su sitio y ponerlo todo en orden y seguro.

 

        Durante los doce años que vivió en Saint-Genis, estaba de pie a las tres y media de la mañana, para ordeñar las vacas, echar el pienso al ganado, y poder luego dedicarse a los ejercicios de piedad y a las faenas agrícolas.

 

       

 

        Hubo un tiempo en que el hermano Buenaventura daba una breve instrucción a los novicios después de la meditación, que tenía lugar en la sacristía. El padre fundador solía ir allí para prepararse a celebrar. Quedó tan satisfecho y admirado de la solidez de su doctrina y su modo de hablar de Dios, que no pudo menos de comunicar su extrañeza y su gozo a los hermanos del consejo. “El hermano Buenaventura es admirable – nos dijo un día –. Al oírle, se ve que está inflamado en el amor de Dios. No soy capaz de proseguir las preces preparatorias de la misa, cuando él habla. A pesar de todos los esfuerzos, cuando me doy cuenta, llevo un rato escuchándole. No sé de dónde saca la enjundiosa doctrina que enseña a los novicios, pero no dudo de que éstos tienen gran suerte con tal maestro. Es un santo y habla como un santo. Uno se convence, al escucharle, de que no dice cosa que no sienta ni haga...”

 

        Un año antes de morir afirmaba: “Me resultan muy gratos los viajes, porque andando solo por los caminos puedo rezar a Dios en voz alta... A veces me siento tan arrobado de alegría y de amor que tengo que pararme para contemplar el cielo a mis anchas, o cantar el Te Deum, el Magníficat o el Laudate, invitando a todas las criaturas a alabar y bendecir a Dios, que es tan bueno, tan amable.”

 

Por temperamento, estaba dotado de cierta seriedad, mezclada de modestia y suave alegría; la afabilidad, la delicadeza de modales y el gozo santo que brillaba en su rostro, le hacían querer de todos. Alguien le dijo en cierta ocasión:

 

                   Hermano Buenaventura, enséñeme el secreto de su eterna alegría, para llegar a ser como usted.

                    

                   Lo tiene y no lo sabe: es usted religioso y siervo de Dios.

                    

        Nunca se le vio airado, nunca maltrató a nadie... La mansedumbre era su vida y el sello de su conducta.

 

        Como todos los santos, era severo y sin perdón para sí mismo; con los demás era todo remisión, especialmente con los jóvenes, para cuyos fallos hallaba fácilmente excusa, explicación e indulgencia. La bondad de corazón y rectitud de juicio le daban un criterio seguro y un tacto perfecto, una habilidad extraordinaria para dar avisos o reprochar faltas sin zaherir... Una vez muerto, cuando se preguntó a los hermanos que con él habían vivido, lo más notable que en él habían observado, casi todos daban la misma respuesta: “El hermano Buenaventura era muy bueno y muy caritativo. Bueno con todo el mundo...” Éste fue el testimonio de la comunidad entera, tanto más elogioso cuanto que correspondía a la verdad exacta.

 

        El hermano Buenaventura gozaba de temperamento robusto y no se le alteró la salud hasta los sesenta años. No tuvo más enfermedad que la que le llevó al sepulcro.

 

        El hermano Juan Bautista no precisa de qué enfermedad murió el hermano Buenaventura pero nos relata algunos diálogos que confirman la santidad de este hermano. (Biografías p. 114/115)

 

    “– Hermano, ¿por qué no pide a la Virgen que le cure?

 

                   Le pido diariamente – contestó –que me alcance la gracia de cumplir de un modo perfecto la voluntad de Dios: es lo único que deseo.”

                    

“Otro día, después de haber charlado con él un momento, el mismo hermano le preguntó;

 

                   ¿No le da pena morirse antes de que se acabe la capilla?

                    

                   No, el cielo es más hermoso que todas las capillas; es la casa de Dios y la patria de todos los santos.

                    

                   ¿Qué pesar tiene, pues?

                    

                   Ninguno, de no ser el de no haber hecho bastantes sacrificios por Dios.”

                    

 

 

Murió el 20 de octubre de 1865, en Saint Genis-Laval, diciendo: “Jesús, María, os doy el corazón y el alma mía.”

 

El hermano Buenaventura, por el brillo de la virtud, había derramado a su alrededor tal perfume de santidad, que todos les hermanos, los jóvenes igual que los de edad provecta, le querían, le venían a besar las manos y hubo porfías por repartirse los objetos de piedad que le habían pertenecido; quedó, lo que se dice, sin cabellos: se los cortaron, para tener reliquias suyas.

 

 

 

El Hermano Luís María escribe: “Además de un juicio muy recto, un sentido común exquisito, un tacto perfecto, el H. Buenaventura añadía la práctica constante de las virtudes más sólidas: la humildad, la caridad, la mortificación… Supo hacerse estimar y amar por todos sus cohermanos y por todos los que le conocieron. “Aquí hay uno que no se enfada a menudo, decía un rico propietario de los alrededores de Saint Genis, que había tenido que tratar con él para algunas ventas; si éste no es un santo, no sé quién lo será.” (Cf. Cir. Vol. III, p 290)

 

Por el H.  Alain Delorme