Hermano Juan María (Jean-Claude Bonnet)
(1807-1886)
“Entre nuestros queridos Difuntos, se encuentra uno de los principales
discípulos del Venerado Fundador, uno de los que mejor reprodujeron su espíritu
y sus virtudes. Es el excelente hermano Juan María que, con une santa muerte,
acabó la vida tan edificante y tan perfecta que llevó durante sus sesenta y dos
años de comunidad”. (Cir. Vol. VII, p. 334)
Con estas palabras, el hermano Teófano, Superior general, anunciaba la
muerte de este hermano, ocurrida en Gonfaron (Var) el 23 de noviembre 1886.
El volumen II de las Cartas (Repertorio), presenta su biografía en
algunas páginas. Otra breve biografía, con su retrato, se publica en Valence,
en 1887, siendo el autor el hermano Noël.
Jean-Claude Bonnet nace el 14 de septiembre 1807 en Saint-Sauveur-en-Rue
(Loire), quedando huérfano a los cinco años. Llama a la puerta del Hermitage el
2 de septiembre de 1826 y recibe el hábito religioso el 2 de diciembre del
mismo año. Da clase en Charlieu (Loire) y es director en Boulieu (Ardèche). En
1832, es profesor en el escolasticado del Hermitage y director de la casa, en
1836, a la par que administrador de los bienes del Instituto. Durante el
Capítulo general de octubre de 1839, obtiene 45 votos de parte de los 92
votantes. Sustituye al hermano Juan Bautista, ausente, para el servicio de los
Hermanos en la comida (Avit, Anales del Hermitage). Es uno de los Hermanos muy
cercanos al Fundador. Director en Saint-Paul-3-Châteaux desde 1842 hasta 1849,
fue el artífice principal del éxito de la unión de los Hermanos del padre
François Mazelier con los del Hermitage.
En 1852, abre la escuela de Gonfaron (Var) en el Sureste de Francia
donde permanecerá hasta la muerte. En una difícil situación política, consigue
dar vida a la obra, con muchas dificultades. En 1886, el hermano Visitador
constata que “el hermano Juan María ganaba en bondad lo que perdía en salud.”
En la misma época, el obispo de Fréjus, para convencer a un sacerdote que
aceptara la parroquia de Gonfaron, le da como último argumento: “Vd. tendrá a
un santo hermano en su parroquia, en la persona del hermano Juan María. Siga
sus consejos y le prometo el éxito”. Su muerte fue una apoteosis, como lo
declara en una carta al hermano Asistente el hermano Réole, enfermero de la
casa provincial, enviado especialmente a Gonfaron para cuidar al hermano en sus
últimos días.
El biógrafo afirma del hermano Juan María: “En él se encontraban todas
las virtudes que el Padre Champagnat deseaba para sus discípulos.”
Nacido un 14 de septiembre, día de la Exaltación de la Santa Cruz,
escribirá un día a sus Superiores: “Una fiesta de la Cruz señaló el día de mi
nacimiento: es necesario que la Cruz me siga hasta la tumba.” Su padre, Juan-Bautista,
es carretero; posee además un pequeño predio que cultiva en sus momentos
libres. Su madre, María Ruart, es una mujer de orden y limpieza al mismo tiempo
que buena cristiana. Muere de pleuresía y su marido la sigue rápidamente.
Quedan tres huérfanos: dos chicas y Juan Claudio, de 4 ó 5 años.
Un pariente de Riotord, el municipio vecino, en Alto Loira, le acoge.
Juan Claudio va a la escuela de Saint-Sauveur-en-Rue, en la clase de Benito
Arnaud, cuñado de Marcelino Champagnat. Uno de sus condiscípulos dice: “Nunca
se le veía sin un libro en la mano: en el patio, en casa, en el campo; los
jueves; leía siempre.”
Después de doce años en Saint Sauveur, vuelve a casa de su tutor, en Riotord,
donde abre una escuela en la que acoge a chicas y chicos. Por la tarde, iba a
un caserío vecino y pasaba la velada dando catequesis o una lectura
instructiva. “Éramos numerosos y revoltosos, escribe uno de sus alumnos, pero
Claudio no se enfadaba nunca… No sólo era celoso, sino que estaba lleno de
imaginación para interesarnos y hacernos trabajar. Alrededor del aula, colgadas
de una cuerda, se veían imágenes coloreadas y cruces que nos daba en
recompensa. Las cruces y otros objetos para alentarnos, los había fabricado él
en sus momentos de libertad.”
La clase diurna era de pago y el joven institutor tenía a bien de ganar
honradamente la modesta cuota que recibía, tanto que, por la mañana y por la
tarde iba a casa de los alumnos que no habían podido venir a la escuela.
En Saint-Sauveur, la escuela de los Hermanos funcionaba desde hacía casi
seis años y Juan Claudio los había podido ver y visitar. Fue conquistado por su
espíritu de familia. Dirá, más tarde, en una reunión de Hermanos: “Bastaba ver
la dicha familiar que reinaba entre ellos para que naciera la idea de
seguirlos, por lo demás, su casa no tenía nada de atractivo.”
Se despide de su tutor, de sus alumnos, de sus dos hermanas. La mayor
había heredado de sus ricos padres de adopción y la menor, de acuerdo con la
mayor, quedaba dueña de los bienes paternos. Juan Claudio deja,, pues, su
pueblo, el 2 de septiembre 1826, para ir a la Ermita de Nuestra Señora que los
Hermanos de Saint-Sauveur llaman “nuestra casa” en donde vive Marcelino Champagnat,
al que llaman “el buen Padre”.
Fiel a su máxima que “sólo se debe canonizar a los santos ya muertos”,
el Padre Champagnat recibió con gusto al nuevo postulante de quien tan bien le
habían hablado, pero le sometió a la prueba de los trabajos manuales y de las
penitencias públicas, como todos los postulantes. Sin embrago, ya el 2 de
diciembre le daba el santo hábito (azul) con el nombre de Juan María, nombre
del primer hermano que el Fundador había tenido que despedir pocos meses antes.
Después del retiro de 1827, el hermano Juan María, de veinte años de
edad y muy culto para aquella época, es designado para ir a dar clase a
Charlieu (Loire). Dos años más tarde, es director en Boulieu (Ardèche). En
1836, el Padre Champagnat le nombra director en el Hermitage y administrador
general del Instituto. Se encarga de seguir a los obreros en la casa, de la
inspección de las clases y del catecismo. Un hermano de aquel entonces escribe:
“Tenía mucho que hacer, pero a pesar de sus ocupaciones y talentos conocidos, se
portaba siempre con una mansedumbre, sencillez y modestia admirables… Era tan
persuasivo y patético en sus catequesis y charlas, que uno se sentía
irresistiblemente convencido y atraído hacia el bien…” Otro hermano declara;
“Al final del año 1840, llegábamos tres postulantes al Hermitage… La compostura
tan modesta del hermano Juan María, administrador, su fisonomía tan mansa y su
sonrisa tan graciosa nos hicieron tal impresión que, 45 años después, el hecho
permanece tan presente como aquel día.”
El hermano Juan María es uno de los confidentes del Padre Champagnat en
su última enfermedad. Siempre a su lado para ayudarle, hasta se atreve a
sugerirle algunos de los sentimientos piadosos que tenía, pero sobretodo
recoge, para repetirlas a los hermanos, las palabras de ánimo y de amor que
brotaban de los labios del Venerado Padre. Es uno de los firmantes del
Testamento espiritual del Fundador.
Con motivo de la unión de los Hermanos de Saint-Paul-3-Châteaux con la
congregación de los Hermanitos de María, el hermano Juan María fue nombrado
director de la nueva casa provincial. La tarea era pesada y difícil: se trataba
de que aceptaran una administración con nuevas reglas y unas reformas que había
que aplicar. El hermano Juan María se mostró a la altura de la situación. He
aquí su retrato por un hermano de Saint Paul: “El hermano Juan María tiene un
juicio seguro y profundo, un espíritu abierto y elevado, un carácter constante
y bastante firme, pero un poco tímido y, por otra parte, jovial, muy manso y
buenísimo. Su consciencia es muy delicada, su piedad y su fe muy sólidas y
prácticas, su mortificación y su humildad extraordinarias.” Colaboró muy bien
con el hermano Paul, antiguo director de la casa, ahora su ayudante.
Mucho había que hacer en los muros de la casa, principalmente en la
capilla. La fundación de varias escuelas no fue la más adecuada, otras tenían
un personal insuficiente, algunos hermanos estaban poco preparados para dar
clase, otros carecían de educación religiosa. Estas lagunas en unos hermanos que,
por otra parte, eran buenos, se explicaban por el poco tiempo que la pequeña
Sociedad, a causa de su escasez de miembros, consagraba a su formación. Pero,
gracias al buen espíritu que animaba a dichos hermanos, el hermano Juan María,
con la ayuda de Dios, el tiempo y la paciencia, acertó en hacer de la provincia
de Saint Paul la digna hermana de sus mayores en el Instituto.
Estaba en todas las faenas: catequesis, instrucciones, meditaciones,
lecciones, trabajos manuales. “Este hombre que, a primera vista, parecía no
moverse, dice un hermano, al final del día había hecho la labor de cuatro. A
menudo nos daba la meditación en voz alta y nos la hacía redactar, el jueves,
como composición de estilo que venía a leer y corregir en clase. Era también
muy exacto en hacer aprender y recitar, este mismo día, el pequeño método de
oración que teníamos en aquella época; además, nos daba a menudo dictados y
gozaba sobretodo en formarnos en matemáticas.”
Como el Padre Champagnat, le devoraba el celo por la gloria de la casa
de Dios y las hermosas ceremonias. De tal modo que, cuando la capilla quedó
suficientemente arreglada, se celebraron solemnemente en ella los meses de San
José y de María. Su piedad ilustrada le permitía entender las necesidades
peculiares de la comunidad; por eso, con los principales hermanos, compuso una
oración a la Santísima Virgen para conseguir piadosos y numerosos jóvenes para
la Congregación, el celo para la gloria de Dios y la educación cristiana de los
niños, las ayudas temporales necesarias para la casa y la santificación de
todos los miembros del Instituto.
A la oración, añadía el trabajo. Al llegar a Saint Paul, la mitad de la
propiedad pertenecía a un vecino de la ciudad; la huerta y los patios de la
comunidad estaban sin recinto. Uno de los primeros cuidados del hermano Juan
María fue mejorar las cosas mediante faenas durísimas que todos hacían,
siguiendo su ejemplo, con buena voluntad.
Su biógrafo escribe: “Su timidez y modestia, que nunca le permitieron
dar órdenes de forma imperativa, daban a sus directrices como una especie de
debilidad superada por su fuerte ascendiente moral.” Cuando los Superiores
decidieron que terminara su servicio en el Tricastin (zona de St
Paul-3-Châteaux) para nombrarle director en el Hermitage, se marchó habiéndose
ganado la estima de todos y realizado un bien prodigioso en el Mediodía.
He aquí algunos extractos de las cartas – quedan 90 – del hermano Juan
María a los Superiores. Permiten tener idea de las dificultades encontradas
durante su estancia en St Paul.
“Haría falta un hermano para visitar las casas. Me resulta difícil
ausentarme durante largo tiempo. Cuando salgo, tengo que caminar de noche y de
día. Mi última visita me dejó casi enfermo.”
“Siento fuertemente las penas que sufre Vd. con motivo de sus finanzas;
son muy grandes; sin embargo, las mías son mucho mayores. Si las cosas siguen
por el mismo camino, mi cabeza resistirá difícilmente frente a tamañas pruebas.
¡Si, por lo menos, tuviéramos un capellán y un buen Maestro de novicios!”
Su Maestro de novicios no acierta porque, dice el hermano Juan María, no
sabe hacerse amar y porque “un Maestro de novicios que no se ha ganado el
corazón de sus alumnos, no puede formarlos.”
“Nuestro capellán está cansado. Le dejaba dar el catecismo; ahora, no
hay que hablar de esto: catecismo, meditación, correspondencia, viajes,
entrevista con los hermanos y novicios…etc El cuidado de las cosas, que tanto
me pesa por falta de recursos, todo recae sobre mí. Hay tantas cosas para
contrariar que no vale la pena hablar de ello. En verdad, me da pena escribirle
siempre cartas desagradables. Ya no se qué pensar.”
En otras cartas bromea: “Se presentan ahora algunos novicios de cierta
edad, de modales bastante buenos. En general, no han despojado a Egipto como
los Israelitas. El mundo no se deja arrebatar fácilmente sus riquezas.”
De regreso al Hermitage, dirige el noviciado durante un tiempo Luego le
nombran director en Joyeuse (Ardèche). Allí permanece poco tiempo y se va a la
costa mediterránea para tratar con algunos municipios que pedían hermanos. En
septiembre de 1852, con dos hermanos, abre la escuela de Gonfaron(Var).
El alcalde y el párroco, animados por el Gobernador (Préfet), habían
hecho trámites para obtener hermanos, contra la voluntad del consejo municipal.
Se tuvo que recurrir a la autoridad del gobernador para que el salario de los
hermanos figurara en el presupuesto municipal. El alcalde contaba con la
oposición de su consejo en todo lo referente a los hermanos.
El éxito de la escuela fue rápido, con más de 200 alumnos, justificando
la apertura de una tercera y cuarta clases. Dado que el consejo municipal se
mostraba siempre hostil a la enseñanza de los hermanos, el hermano Juan María
tuvo que recurrir a la generosidad de personas acomodadas y a los padres de
alumnos para conseguir los fondos necesarios para la construcción de las aulas.
En 1870, el nuevo consejo municipal expulsó a los hermanos.
Después de su expulsión, los hermanos recibieron otro destino por orden
de los superiores, menos el hermano Juan María, que se hospedó en el internado
del Luc, en Provenza. Pudo abrir une escuela libre en diciembre de 1871, en el
mismo Gonfaron.
Por la Pascua florida de 1875, su escuela vuelve a depender del
municipio. Había pues dos escuelas municipales: la de los hermanos, con más de
cien alumnos, y la otra, con unos cuarenta. Tal situación, en una población
poco religiosa y una atmósfera política anticlerical, no podía durar. Tres años
más tarde, efectivamente, “pretextando ahorrar, el consejo municipal, en su
sesión del 24 febrero 1878, votó la supresión de la escuela de los hermanos y
presentó dicha medida como un alivio moral y financiero.” (Avit, Anales de
Gonfaron, p. 13). Tal decisión, aprobada por el Gobernador, sólo fue comunicada
al hermano Juan María el 1° de noviembre, día de la reapertura de la escuela
comunal.
A pesar de todo, el 1° de diciembre siguiente, la nueva escuela libre
abría sus puertas. El hermano Juan María continuaba como director pero casi sin
dar clase. Los hermanos vivían en la pobreza: “el salario no era fijo. Se
componía de 900 francos al Hermano Juan María, en donativos o limosnas, y de
400 francos de matrícula de los alumnos.” (Id.)
Sin embargo, desde hacía algunos meses, el buen hermano sufría de un
fuerte catarro que, en sus inicios, lo puso en peligro de muerte. El poco
cuidado de sí mismo dio fuerza cada vez mayor a la enfermedad. Varias veces,
los superiores le propusieron soluciones para su salud; pero como dejaban siempre
al hermano la última palabra, nunca se decidió a dejar Gonfaron. Y allí murió,
el martes 23 de noviembre de 1886.
En un informe del 26 noviembre al hermano Asistente, el hermano Réole
escribe: “Al conocer la noticia de su muerte, los habitantes dijeron: “Ha
muerto el santo, vamos a verlo”, y desde aquel momento se inició una verdadera
procesión… Hasta las 9 de la noche el primer día y el segundo hasta las 10.
Entraban, le compadecían, rezaban, lloraban, y toda la gente, hombres y
mujeres, conservadores y republicanos, rendían homenaje a nuestro muy amado
difunto. ¿Quién sabe los centenares de rosarios que le han hecho tocar y besar?
Me quedé largo rato a su lado y lo he presenciado casi todo. Cuando no tenían
rosarios, muchas personas de las que nunca entran en une iglesia me presentaban
sus sortijas para que les hiciera tocar las manos o la boca de nuestro santo,
según dice la gente. Su entierro fue una marcha triunfal más que una marcha
fúnebre. Más de trescientos hombres siguieron dignamente al convoy… Lo llevaban
descubierto. De no haber intervenido vigorosamente, le hubieran cortado la
sotana. Para calmar los deseos de muchas personas, pensé en tomar su capa y
distribuir trocitos de 8 centímetros cuadrados. Ya no hay más y todavía hay
frecuentes pedidos. Uno de los sacerdotes que celebraba, antiguo alumno, se
apoderó de su gorro (se trata del abate Broquier, entonces capellán de las
religiosas en Cuers); su alzacuello ha sido cortado, su sotana, que habían
cercenado con tijeras durante el recorrido, quedó cortada hasta las rodillas.
No podían cerrar el féretro a causa de las cabezas y brazos de los que seguían
cortando la sotana de nuestro querido difunto. ¡Era un delirio! Hasta se debe
decir que bien hubieran podido ocurrir desgracias. Algunos monaguillos y otros
chicos jóvenes estaban tan cerca del ataúd que difícilmente se libraron de la
presión de la muchedumbre que se precipitaba para ver al santo por última vez…”
Más tarde, los habitantes manifestaron su cariño al hermano Juan María gastando
150 francos para erigir un mausoleo sobre su tumba (AFA 215.32, p.22). Dado que
el cementerio ha sido transferido, hoy no hay nada para recordar la memoria del
hermano Juan María.
Por el H. Alain Delorme