Hermano Juan Pedro (1793-1825)

 

Beatificado por el mismo Fundador

 

        Juan Pedro Martinol (o Martineau/Martinaud) nace en 26 de julio de 1793, de José, labrador en Montméat, municipio de Burdignes (Loira), y de María Robin. El Hermano Juan Bautista, en su biografía, nos dice que, desde su tierna edad, se sentía atraído por la vida religiosa pero que no había tenido la ocasión de realizar su deseo porque no había recibido ninguna instrucción y que no había visto un hermano ni religioso alguno. (Biografía, p. 54)

 

        “Fue un día a Saint-Sauveur para un asunto familiar. Se encontró con nuestros hermanos, que llevaban los niños a misa. Al ver la hilera de muchachos que desfilaban con tanta modestia, quedó maravillado y exclamó : “¡Tiene que ser grande, precioso, guiar así a los niños y enseñarles a rezar y amar a Dios! Qué feliz sería, si Dios me concediese la gracia de poder ocuparme en tal trabajo!”

 

        No lo pensó dos veces. Al salir de misa, siguió a los hermanos hasta la escuela y pidió hablar al director. “Hermano – le dijo – perdone mi atrevimiento. ¿Podrían aceptar mis servicios y ayuda para la educación de los niños? No sé nada, pero tengo buena voluntad. Si me dan clase, estoy seguro de que llegaré a instruirme. En último término, si no valgo para nada más, podré ser su criado.”

 

        Concluido el asunto familiar, se vino efectivamente a Saint Sauveur y los hermanos vieron con satisfacción que su conducta era intachable. Le acompañaron a la Valla y se lo confiaron al padre Fundador. Éste, encantado de su inocencia, humildad y buen espíritu, le tomó tal afecto, que se encargó personalmente de darle los primeros principios de la vida religiosa y la instrucción de maestro. El postulante iba varias veces al día al aposento del venerado padre, para dar cuenta de las lecciones y someterle sus dudas. Un día, terminada la lección, le preguntó :

 

                   Padre, ¿se puede rezar a Dios sin palabras?

                    

                   Sí, pero, ¿por qué me lo pregunta?

                    

                   Es que por las mañanas le veo a usted y a todos los hermanos permanecer de hinojos, recogidos y sin mover los labios. Entiendo que ustedes rezan, mas como no sé hacerlo, estoy muy apenado...

                    

                   La madre que ve al niño, que piensa en él, le ama sin declarárselo, sin decirle una palabra. El avaro que se encandila ante la plata o piensa en ella, la ama, la codicia sin hablar. ¿No ama usted mismo a Dios, cuando contempla el crucifijo?

                    

                   Sí, padre, sí,

                    

                   ¿Entiende usted ahora cómo se puede rezar sin palabras?

                    

                   Sí, padre, me parece que ya sabré hacerlo.

                    

        Y así fue. A los pocos días, el piadoso novicio meditaba y rezaba que era un primor, y no tuvo necesidad de más lecciones. (Id. p. 55)

 

        Otro día, el padre le indica las señales de una buena conciencia, a la vez recta y delicada, y termina diciendo al joven que esté tranquilo pues las ha reconocido en él. “Aquel buen hermano acogió la respuesta con suma alegría. Siguió recibiendo diariamente las lecciones del venerado padre, de tal modo que no tardó en estar capacitado para dar la enseñanza elemental. Fue elegido para la fundación de la escuela de Boulieu, en la diócesis de Viviers. En el momento de partir para aquella parroquia, cayó de rodillas a los pies del padre Champagnat, le pidió la bendición e hizo este ruego :

 

                   Padre, concédame, se lo suplico, la gracia de acordarse de mí cada día, al celebrar el santo sacrificio, y pida a Dios que me saque pronto de este mundo.

                    

                   Pero, hombre, ¿tantas ganas tiene de morir?

                    

                   Es que temo ofender a Dios y echar a perder la conciencia con alguna falta grave.

                    

                   Confíe plenamente en Jesús y María. No tema. Le prometo rezar por usted. Espero que nunca tendrá la desdicha de cometer un pecado mortal. Pida esa gracia a la Virgen, le aseguro que se la ha de conceder.

                    

        El hermano Juan Pedro fue a Boulieu a primeros de novienbre de 1823. Abrió la escuela el día 2. No tardaron en llenarla los niños. La piedad del hermano, su carácter bondadoso y su trato afable le merecieron la estima de toda la gente. Pero no iba a estar más que de paso en aquella localidad. Dios escuchó sus ruegos y le llamó a la gloria. En el retiro de 1824, tuvo presentimiento de la muerte. El día en que marchaba, al despedirse del venerado padre, no fue capaz de contener las lágrimas y exclamó : “Estoy llorando, Padre, porque en lo más hondo del corazón siento que me bendice por vez última, y que ya no tendré la dicha de verle en este mundo”.

 

        Así fue. Murió, a los pocos meses (29 de marzo de 1825), de fiebre tifoidea. En el delirio, no cesaban sus labios de repetir tres nombres: el adorable nombre de Jesús, el santo nombre de María y el nombre bendito del venerado padre...

 

        Al enterarse de la muerte de aquel religioso extraordinario, el padre Champagnat derramó lágrimas y dijo: “Dios ha elegido bien; el primero que nos lleva es un santo. Es lo que se precisa para abrir el camino. ¡Ojalá todos nuestros hermanos mueran con tales sentimientos y disposiciones tan ejemplares! No hay duda: era un predestinado, un hijo verdadero de María”. (Id. p. 59/60)

 

        El hermano Juan Pedro es, pues, el primer hermano beatificado por el Fundador.

 

 

 

        En la Vida (Edición de 1989; p. 111/112), el hermano Juan Bautista escribe: “La escuela de Boulieu tenía tantos alumnos que el hermano Juan Pedro, que era el director, murió víctima de su celo y abnegación... Los niños lo querían tanto que los padres de uno de ellos, que murió el mismo día que el Hermano, pidieron insistentemente que fuera enterrado en la misma tumba que su maestro.”

 

 

 

        En Avis, Leçons, Sentences (Edición de 1927, p. 321 – Enseñanzas Espirituales, p. 279), el mismo hermano Juan Bautista refiere :

 

        “En 1824, el Hermano Juan Pedro Martinol, Director de Boulieu, hizo una visita a Lavalá. El día siguiente, al tiempo de marchar, que fue muy de mañana, le dijo el Padre Fundador :

 

                   “Ya que el Hermano cocinero no está levantado, tome este panecillo; es el pan bendito que el domingo me tocó en calidad de oficiante de la Misa Mayor; cómalo en camino, para desayunar.

                    

                   No, Padre – replicó el Hermano –; lo llevaré a mis Hermanos, lo comeremos juntos con sumo gozo; porque todo lo que nos viene de Vuestra Reverencia o de nuestra Casa Matriz de Lavalá, es para nosotros muy dulce y agradable y nos hace mucho provecho. Me alegra mucho el dar esta satisfación a mis Hermanos, seguro de que saltarán de gozo y de que en toda la comida no hablaremos sino de Vuestra Reverencia y de nuestros Hermanos de Lavalá”.

                    

        Encantado de tales sentimientos, el Padre Fundador exclamó :

 

        “Querido Hermano: Con estas palabras me hace llorar de alegría; estos son los sentimientos propios del espíritu de familia que deben animar a todos los Hermanos de María; conservémoslos cuidadosamente y gozaremos plenamente de la felicidad de la vida religiosa”.

 

 

 

Por el H.  Alain Delorme