Apariencia de Perdón

(12 de septiembre de 2004)

Este año un hombre publicó un libro dando detalles de sus pecados pasados y como encontró la salvación. El público lo recibió bien y llegó a ser un “best seller.” Todos admiraron su confesión humilde y la historia inspiró a millones de personas.

Sin embargo, durante el verano fue acusado de un pecado que el público no podía aguantar. Su fama cayó y desde aquel entonces las ventas del libro han bajado enormemente.

No lo menciono para juzgar si la acusación era creíble, sino para indicar una dificultad que muchas veces no reconocemos. Hablamos muy fácilmente sobre el perdón de los pecados. Cada domingo profesamos que “creemos en el perdón de los pecados.” Muchos probablemente pensamos: Pues, desde luego Dios perdona nuestros pecados. ¿Qué le cuesta? Y en modo semejante nos imaginamos como gente tolerante, listos para vivir y dejar vivir, dar al otro una segunda oportunidad, etc.

No obstante, todo cambia cuando encontramos algo que realmente nos repulse. Y cuando alguien nos traiciona, insulta, ofende – pues, eso es otro asunto.

La gente en el tiempo de Jesús no era tan diferente que nosotros. Practicaban la apariencia de perdón. Recitaban los salmos penitenciales, proclamando que eran pecaminosos ante Dios y el prójimo. Sabían que tenían que mostrar misericordia al otro como ellos esperaban que Dios les mostrara misericordia a ellos. Pero había un limite. No iban a abrazar un hombre que traicionó su pueblo sacando impuestos para el ejercito de ocupación. Y se sentían correcto en evitar a los que degradaron su sociedad.

Jesús no aceptó el estatu quo. Habría sido una cosa si él hubiera encontrado discretamente con cobradores de impuestos o aun si hubiera iniciado un ministerio a las prostitutas. Pero hizo algo más. “Este hombre da la bienvenida a pecadores y come con ellos.” Desafió sus asunciones cómodas sobre quien merece perdón y quien no merece ser abrazada. Por ese motivo Jesús les contó un cuento: “Un hombre tenía dos hijos...”

Sabemos como concluye la parábola y así nos identificamos con el hermano menor. No podía haber sido igual con los primeros oyentes. Deshonrar al padre trae una maldición. Abusar la bondad de un papá tan tierno hubiera sido horroroso a un judío del primer siglo. Que el hijo caería en disipación y degradación parece lógico. El ingrato merecería algo peor.

Solamente cuando enfrentamos el horror del pecado, podemos experimentar el perdón verdadero. Mencioné que recién he estado leyendo la Divina Comedia. Dante había dejado el camino correcto y por eso tenia que viajar por el infierno para ver el pecado como realmente es. No obstante, no es al final del Inferno que Dante se arrepiente de sus pecados. Solamente cuando ha pasado por los siete niveles de purificación (Purgatorio) Beatriz la hace ver la verdad de sus pecados. Dante se llena de “terror y vergüenza.” Llora amargamente hasta que Beatriz finalmente lo para. Lo reprende por seguir las “fantasmas falsas del placer.” Dice lo que está bien claro ahora: su propia “carne sepultada” (Beatriz había fallecido muy joven) se debe haberle dado cuenta que las tentaciones que lo atraía eran ilusiones. Al ver el pecado tal como es, Dante finalmente puede bañarse en el Río Lethe – y así estar listo para la visión de Paraíso.

Es así con el hijo menor. No podía haber tenido mayor reconocimiento de su culpa que admitir que no merece el titulo “hijo.”

Jesús cuenta esta parábola fuerte porque quiere romper la apariencia de perdón que separa el Fariseo (el “hijo mayor”) de Dios – y del prójimo. Como ellos tenemos que oír la invitación a celebrar y regocijarnos, “porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado.”

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English Version

De los Archivos (Homilía para Domingo Veinticuatro - Año C):

2007: Jamas Rendirse
2004: Apariencia de Perdón
2001: El Comió Con Pecadores

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